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Rubén Darío y la Cataluña contemporánea

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Published/Copyright: November 15, 2014
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Resumen

El presente artículo pretende poner en relieve las dimensiones políticas de España contemporánea, de Rubén Darío, especialmente en lo relativo a las implicaciones ideológicas del modernismo catalán. Se presta especial atención a la crónica inicial de la estancia del poeta americano en Barcelona, poniendo énfasis en las consideraciones políticas que el cronista realiza no solamente como un trasfondo del regeneracionismo, sino también como percepción explícita del catalanismo cultural y su articulación ciudadana en la Barcelona finisecular.

Hacia finales de 1898 Rubén Darío aceptó un encargo periodístico del diario La Nación de Buenos Aires: redactar unas crónicas de viaje a España precisamente en el momento en que su derrota en Cuba, sin duda, presagiaba un cambio de época en las relaciones entre la metrópoli y América. Como es sabido, se trata de los artículos que, poco más tarde, formarán España contemporánea, uno de sus libros más importantes, objeto de no menos densos comentarios a lo largo de la historia crítica de la obra del poeta nicaragüense; unos comentarios que, lógicamente, no pueden obviar que se trata de un libro de prosas periodísticas, y no de versos. De hecho, en aquellas páginas se fundamenta la percepción del Darío prosista como impulsor –junto a José Martí– de una profunda renovación del género de libro de viajes o de la crónica de viaje en lengua castellana, y ya en su momento Ángel Rama (1985: 49–79) supo ver en el conjunto de crónicas de Darío uno de los puntales de su mirada moderna.

Lo que no suele ser tan usual encontrar, junto al imprescindible comentario de los aspectos estéticos del modernismo que sus páginas desarrollan, es un análisis de la dimensión política; una dimensión que, en el caso de la cultura y la política catalanas, resulta inseparable de las reflexiones sobre el modernismo mismo, pero que requiere también una atención específica que no se limite a situarla como trasfondo o catalizador de la imprescindible regeneración española.[1] De hecho, aquel libro forma un triángulo con sus vértices en Buenos Aires, Madrid y Barcelona, cuyo centro, sin embargo, es París, donde se publicó la primera edición; pero nada más lejos de ser un triángulo equilátero, teniendo en cuenta los diversos proyectos y realidades modernos de cada una de estas capitales.

Por otro lado, ni aquella era la primera visita a España de Darío, ni sería la última vez que el poeta se encontraría inmerso en el contexto cultural catalán; pocos años más tarde, con motivo de su viaje a Mallorca, muchos de los argumentos que se esbozaron en aquellas crónicas de fin de siglo se verán complementados y matizados. Sin embargo, la estancia que comienza en Barcelona el día de año nuevo de 1899 resulta determinante en tantos aspectos que merece atención aparte.

“En Barcelona”

A su llegada a la península ibérica, Rubén Darío no ejerce exactamente de chroniqueur poético, cosa que sí hará poco más tarde en París. Cuando llega al puerto de Barcelona desembarca en una ciudad que le exige otras formas de atención, para las cuales Darío ya tenía una actitud predispuesta, por la naturaleza del reportaje que tenía que cumplir, e incluso algunas lecturas previas. Las primeras páginas de España contemporánea, tras los preceptivos capítulos marítimos que, hasta no hace tanto, caracterizaban el género, no podían sino causar una cierta estupefacción en una parte importante de sus lectores peninsulares. Pero esta sensación, bastante frecuente en la crítica española, parte de un error de apreciación como consecuencia lógica de la perspectiva. El primer interlocutor literario de un relato de viaje no suele ser el lector del país visitado –que suele enterarse bastante tarde de la existencia de unas páginas sobre él–, sino el lector del país de origen del periodista viajero o, en este caso, en el que se publica el periódico donde aparecerá la crónica. Este hecho –determinante en ciertos detalles formales de los artículos de España contemporánea– explica que, en una de las pocas reseñas positivas que recibió en el contexto español, Emilia Pardo Bazán cometiese el error de hablar del autor como de un “poeta argentino” (Pardo Bazán 1987 [1901]: 314). Este malentendido se debe, fundamentalmente, al hecho de que las crónicas se escribiesen para La Nación, de Buenos Aires, y también a que, en los primeros capítulos, como “En el mar”, se afirme que “no hay duda de que venimos de Buenos Aires” (1901: 2) y se hable de la “Legación argentina” (28). Pero también se debe a la perspectiva peninsular misma, que en estos momentos considera América del Sur como un conjunto donde apenas se sabe distinguir matices, lo cual podía ser relativamente cierto respecto a las élites –de las cuales evidentemente Darío formaba parte–, pero no en otros aspectos nada irrelevantes.[2]

El hecho es que las crónicas de Darío hacen un doble viaje, y en este punto hay que centrarse en el segundo, en el de vuelta: de vuelta de unas páginas donde Darío ya había alcanzado un gran prestigio como prosista, que crecerá con estas crónicas y que se hará definitivo con las que enviará desde su corresponsalía en París. El desplazamiento, esta vez a Europa, para ser transformadas en libro dará a aquellas páginas una nueva circulación y otros efectos de lectura, propiciados por la encuadernación y el pie de imprenta: París, 1901, detalle que algunos críticos españoles consideraron casi una impertinencia respecto al campo editorial y literario español. El lector español, así pues, queda relegado a una posición diferida, de la cual Darío es perfectamente consciente. Y, por más que desde el Romanticismo esté acostumbrado a juicios literarios de extranjeros, en esta ocasión su desconcierto resulta más que notable, puesto que muchos de estos lectores niegan la diferencia del escritor en razón de la identidad lingüística de lo que por entonces solía llamarse, sin más, la América Española. Este hecho se da en un momento en el que se le pide a Darío, por parte de ciertos lectores españoles asimismo escritores, algo más que escribir en castellano para sustentar esta identidad común, en realidad ya inviable desde hacía tiempo.

En segundo lugar, aquellas primeras páginas no podían ser demasiado del agrado de los lectores finiseculares españoles porque, excluidos de la prioridad narrativa, tampoco eran los lectores únicos, ni homogéneos, que se esperaba de un título como aquel a esta orilla del Atlántico. Desde el punto de vista americano, los rasgos de la diversidad peninsular son recogidos incluso antes de comenzar el viaje, e integrados en la interpretación múltiple, diversa, del lugar visitado. Entre los lectores peninsulares las distinciones que establecen sobre todo algunos capítulos y temas implican que aquellas páginas tocaban la nueva fibra sensible del llamado noventa y ocho: la entidad política misma.

Así pues, el capítulo “En Barcelona” no era precisamente la mejor manera de comenzar a narrar aquella estancia si de lo que se trataba era de mostrar España. Las palabras finales de este capítulo perciben una frontera latente, del otro lado de la cual se escribe:

Ocasión habrá de hablaros de la obra de Rusiñol y los artistas que le siguen, cuando torne a Barcelona a sentir mejor y más largamente las palpitaciones de ese pueblo robusto. He llegado a Madrid y próximamente tendréis mis impresiones de la corte (20).

Rubén Darío recoge, por un lado, una oposición entre Barcelona y Madrid –como sinécdoque convencional de la oposición entre Cataluña y España– en la cual solamente la primera sería verdaderamente contemporánea, en el sentido moderno de la palabra, especialmente en el plano artístico, mientras que la segunda no lo sería más que en el calendario; sería meramente coetánea, puesto que, anclada en la tradición, no parece darse cuenta de que “la Tizona de Rodrigo de Vivar no corta ya más que el vacío y que dentro de las viejas armaduras no cabe hoy más que el aire” (26). La contemporaneidad de España resulta, así, una coincidencia temporal no vinculada al espíritu del presente.

Pero no se trata simplemente de esto. Buenos Aires y Barcelona protagonizaban por entonces, desde la década de los ochenta, unos procesos de modernización perfectamente equiparables, aun cuando tengan premisas, puntos de partida y resultados diferentes. El proyecto moderno, europeizador, argentino iniciado por la generación del 80 es paralelo al europeísmo catalán desde el movimiento de la Renaixença, todavía más acentuado en los primeros momentos del Modernisme, con la exposición de 1888 como catalizador, que tendría su correlato bonaerense en las celebraciones del centenario, en 1910. La dimensión urbana será un elemento decisivo, no solamente por su composición –de orígenes internacionales, en el caso porteño–, su agitación y su implicación en el progreso ciudadano, sino también por el cambio de gravitación que significa para Buenos Aires convertirse en medio siglo en la ciudad más grande del mundo hispanohablante: de 242221 habitantes en 1869 se pasa a 823178 en 1895, y apenas dos décadas más tarde, en 1814, el censo llega a los 2075077 habitantes, de los cuales un millón y medio se localiza en la Capital Federal. Es evidente que los lectores de aquella ciudad esperaban las noticias que Darío les enviase desde Madrid, más que desde España, para confirmar un relevo que, a partir de los años veinte, se hará inaplazable como evidencia, coincidiendo con los nuevos debates sobre la capital de la latinidad, debate en que reaparece París como elemento determinante, Buenos Aires como promesa y Madrid como irrelevante. “Allí entre nosotros solemos quejarnos. Yo ya no me quejo. Aguardemos nuestro otoño. ¡Oh! argentinos, creed y esperad en ese gran Buenos Aires” (216), afirma al comparar la carencia de buenas librerías de Madrid con las nuevas y bien surtidas de libro extranjero que van abriéndose en la capital de Argentina.

Las noticias que Darío transmite desde Barcelona, aparte de reforzar aquella expectativa, muestran una disputa interna paralela que, sin duda, incitaba a posicionarse en función de la semejanza. En este punto la complejidad urbana de ambas ciudades resulta decisiva. El papel de la multitud y del obrerismo, con la fuerza que el anarquismo tuvo en Barcelona –y también en Argentina, como consecuencia precisamente de la inmigración europea–, llena las calles de una y otra de verdaderas masas proletarias mostrándose como tales.

Limitar las apreciaciones sobre Barcelona y su espacio público a las semejanzas –y semblanzas– de las estéticas y figuras del modernismo significaría limitarse a lo superficial, y no hacerse cargo de lo que Darío llega a percibir. Quizá por esto, y no solamente por la coherencia narrativa y cartográfica del relato de la llegada a la ciudad, el artículo en que el periodista desembarca lo sitúa inmediatamente en la Rambla, y una vez en la Rambla se detiene en el Café Colón, “pues en España, aun estando en Cataluña, la vida de café es notoria y llamativa” (11). Lo que más manifiestamente llama su atención es la composición plural del espacio público del café, y de la calle, barceloneses:

estaba en el café Colón y cerca de mí en una de las mesitas dos caballeros, probablemente hombres de negocios o industriales, elegantemente vestidos, conversaban con gran interés y atención, cuando llegó un trabajador con su traje típico y ese aire de grandeza que marca en los obreros de aquí un sello inconfundible; miró a un lado y otro, y como no hubiese mesas desocupadas cerca de allí, tomó una silla, se sentó a la misma mesa en que conversaban los caballeros y pidió como lo hubiera hecho el mismo Vilfredo el Velloso, su taza. Le fue servida; tomóla, pagó y fuese como había entrado, sin que los dos señores suspendiesen su conversación, ni se asombrasen de lo que en cualquiera otra parte sería acción osada e impertinente (11).

Resulta evidente que Darío cuenta con suficiente conocimiento de la vida de café como para saber que se trata de una institución burguesa, pero de carácter abierto, donde el mero hecho de poder pagarse un café hace incuestionable la presencia de alguien en el local, aunque siempre dentro de un orden, propio de lo que surgió como un espacio eminentemente burgués y alternativo a los salones aristocratizantes, y marcada por el comercio, las relaciones sociales y el constante trasiego de informaciones ciudadanas (Martí Monterde 1997: 13–42). Este orden no es necesariamente trastocado por la presencia del obrero, sino por el hecho de compartir mesa con dos hombres de negocios. Dos comerciantes, quienes, al no reparar en su presencia, dada su falta de reacción, autorizan un reconocimiento de legitimidades. Darío no habla de impasibilidad, o de algún esfuerzo por guardar las formas transformado en comentarios inmediatamente posteriores, sino de absoluta imperceptibilidad, ya que la condición obrera no ha sido borrada sino recubierta por el orgullo ciudadano, legitimándose a sí misma con la fuerza del trabajo que se transforma en la capacidad adquisitiva para poder sufragarse el café, como un industrial, como un comerciante, como un empresario, como un periodista o incluso como un poeta. Así pues, sufragarse un café implica no solamente una defensa del sufragio universal, constitutivo de la base democrática de la ciudad, sino también el surgimiento de un nuevo estado de cosas, escenificado en el local, pero que se proyecta más allá de sus salas al conjunto de la vida urbana.

Aunque la alusión al conde Guifré el Pilós para caracterizar al personaje sea toda una exageración, debe notarse que con ello Darío subraya su conocimiento de ciertas mitologías nacionales catalanas antes de su llegada, hasta el punto de utilizarlas tópicamente. Y no deja de resultar interesante desde el punto de vista del relevo de la aristocracia por la burguesía, primero, y, a la vista de esta escena, en este momento también ya por la clase obrera. O, al menos, así lo lee Darío, quizá porque lo desee. Cuando ese hombre se acaba su café y vuelve a la calle, el narrador lo sigue:

Por la Rambla va ese mismo obrero, y su paso y su gesto implican una posesión inaudita del más estupendo de los orgullos; el orgullo de una democracia llevada hasta el olvido de toda superioridad, a punto de que se diría que todos estos hombres de las fábricas tienen una corona de conde en el cerebro (12).

También cabe señalar que una comunión ciudadana interclasista como la recogida por Darío se parecía poco a la conflictividad social que convertiría Barcelona en la Rosa de Foc, y que ya por entonces resultaba más que perceptible en la ciudad. En cualquier caso, la impresión de Darío no es del todo desacertada: habla de una sociedad de múltiples dimensiones, pero unificada por rasgos ciudadanos muy coherentes en su tensión. De hecho, es lo que ya había encontrado poco antes en “el hervor de la Rambla” misma, antes de entrar en el local:

Allí, al pasar, notáis un algo nuevo, extraño, que se impone. Es un fermento que se denuncia inmediato y dominante. Fuera de la energía del alma catalana, fuera de ese tradicional orgullo duro de este país de conquistadores y menestrales, fuera de lo permanente, de lo histórico, triunfa un viento moderno que trae algo del porvenir; es la Social que está en el ambiente; es la imposición del fenómeno futuro que se deja ver; es el secreto a voces de la blusa y de la gorra, que todos saben, que todos sienten, que todos comprenden, y que en ninguna parte como aquí resalta de manera tan palpable en magnífico alto-relieve. Que la ciudad condal, que estos hombres fuertes de antiguo, que tuvieron poetas en el Rouy y duques de Atenas, que anduvieron en cosas de conquistas y guerras por las sendas del globo, y extendieron siempre su soberbia como una bandera; que esta tierra de trabajadores, de honradez artesana y de vanidad heroica, esté siempre de pie manifestando su musculatura y su empuje, no es extraño; y que el desnivel causante de la sorda amenaza que hoy va por el corazón de la tierra formando el terremoto de mañana, haya aquí provocado más que en parte alguna la actitud de las clases laboriosas que comprenden la aproximación de un universal cambio, no es sino hecho que se impone por su ley lógica (11).

Ahora bien, a partir de esta percepción de la revolución social, Darío articula un conjunto de consideraciones que ya tienen mucho más que ver con la articulación política de España que con la cuestión obrera; una articulación en que Barcelona, Cataluña, son objeto de meditaciones específicas sobre cuestiones que el modernismo pone en relieve de manera clara.

En Cataluña

Darío percibe muy claramente la nueva composición y articulación social, la fuerza social misma, que va estallando tanto en el trabajo como en el conflicto, en el progreso y en la reacción. Esta oposición incorpora una crítica explícita al inmovilismo español, y un implícito reconocimiento al dinamismo de una Cataluña que, en aquellos momentos, comienza a debatir seriamente las alternativas a su posición política, y se dispone a argumentarlas no solamente como un debate interno, o ante interlocutores directos, sino también ante los eventuales visitantes, situando la perspectiva del debate en una dimensión más claramente internacional.

Un visitante, en este caso americano-europeizante, que ya antes del viaje tenía una cierta idea de este debate, pero que ahora se encuentra de lleno con el hecho de que diferentes personas, desde diversas posiciones, le muestran abiertamente una cuestión planteada en tertulias, en cafés y en la prensa:

Observo que en todos aquí da la nota imperante, además de esa señaladísima demostración de independencia social, la de un regionalismo que no discute, una elevación y engrandecimiento del espíritu catalán sobre la nación entera, un deseo de que se consideren esas fuerzas y esas luces, aisladas del acervo común, solas en el grupo del reino, única y exclusivamente en Cataluña, de Cataluña y para Cataluña. No se queda tan solamente el ímpetu en la propaganda regional, se va más allá de un deseo contemporizador de autonomía, se llega hasta el más claro y convencido separatismo. Allí sospechamos algo de esto; pero aquí ello se toca, y nos hiere los ojos con su evidencia (12).

Junto a la Revolución Social, la ruptura con España forma parte del horizonte de una Barcelona que encabeza, como Buenos Aires, un proyecto de alcance nacional. Y, desde Buenos Aires, ya se vislumbraba lo que la presencia hace deslumbrante. “Herir los ojos” no implica necesariamente una apreciación de desagrado, sino de brillantez cegadora, ineludible. Y esta no deja de ser una de las convenciones de todo libro de viajes: la confirmación, con creces, de las informaciones de que se dispone antes de la llegada. En este caso, la circulación de los debates políticos prepara una apreciación que, una vez inmerso en el debate, resulta desbordada por la constatación.

En realidad, esto tenía poco que ver con la independencia de Cuba, trasfondo último e impulso primero del reportaje, una Cuba donde, por otro lado, el papel de los catalanes no había sido demasiado lucido, y mucho menos diferente del resto de los neocolonizadores decimonónicos. Cuestión muy distinta es que sea precisamente la riqueza generada en las colonias por los llamados indianos lo que permita a los jóvenes modernistas catalanes construir su autonomía artística al margen de las preocupaciones económicas, de la misma manera que sus padres construían edificios de veraneo con estancias tapizadas de indianas, y las fachadas esgrafiadas y esculpidas con motivos alegóricos de aquella situación. Nada de todo esto convierte la relación entre Barcelona y Madrid o Cataluña-España en una dialéctica colonial-poscolonial. Por mucho que se pueda aducir la retórica del Decreto de Nueva Planta, esta simplificación debe ser considerada falaz: la Barcelona industriosa del siglo XIX no se comporta en ningún momento como una colonia porque nunca lo fue. Por su parte, para la capital argentina esta situación es un pasado formalmente superado, institucionalmente acabado, que quedará definitivamente cerrado poco más tarde; sin embargo, desde España, en aquellos años se persevera en dejar ciertos aspectos simbólicos y políticos sin cerrar, intentando capitalizar en términos imperiales la emergente potencia cultural y económica de América del Sur. Intentar leer en clave colonial-poscolonial el debate Cataluña-España –como también la situación cultural de Argentina en aquellos años– no es solamente una ingenuidad, también es una degradación de su complejidad y la disolución de la posición de fuerza de Barcelona en una actitud que poco o nada tiene que ver con la realidad: resulta impensable que una presunta colonia pueda plantearse regenerar política, cultural y socialmente la metrópolis, potencia dominante, sobre todo si tenemos en cuenta que tal potencia ya no lo es, y que por si fuera poco forma parte de una geografía peninsular donde se dibuja un paréntesis con Portugal. Argentina no tenía estos problemas específicamente peninsulares, tenía otros; Cataluña no tenía las ventajas atlánticas, tenía otras.

El cruce de perspectivas es mérito de la inteligencia crítica de Darío, que aprecia muy bien la dimensión y fuerza social del catalanismo en relación con los episodios de ultramar, pero no los supedita a ellos, y realiza las extrapolaciones justas para articular una comparación nada fácil de establecer en este plano. Pero no es menos cierto que el comentario de la realidad catalana en este libro implica una mirada específicamente americana a la crisis de fin de siglo en España. Porque, en ese plano, Madrid es tan ultramarina como Barcelona. Y, además, ambas son miradas a través del prisma francés.

Por eso su percepción de Cataluña es tan específica. Y en su especificidad, Darío no duda en desprender las siguientes conclusiones, al tiempo que realiza una acerada caracterización de las diversas posiciones en liza:

Hace poco, en una fiesta industrial, en momentos en que llegaban amargas noticias de la guerra, ciertos trabajadores arrancaron de su asta una bandera de España y la sustituyeron por una bandera roja. Mientras esto pasa en la capa inferior, arriba y en la zona media, cada cual por su lado, se mueven los autonomistas, los francesistas y los separatistas. Los unos quieren que Cataluña recobre sus antiguos derechos y fueros, que no le fueron quitados sino al comenzar este siglo; los otros pretenden la anexión a Francia, yo no sé por qué, pues la centralización absoluta de allá les pondría a lo mejor, en el mismo caso que el Poitou o la Provenza, y las reales relaciones y simpatías con el vecino francés no pasan de vagas y platónicas manifestaciones de felibres; una cigarra canta de este lado, otra contesta del otro: no creo que entre Mistral y Mossén Jacinto Verdaguer vayan a lograr mejor cosa. Los otros sueñan con una separación completa, con la constitución del Estado de Cataluña libre y solo. Claro es que, además de estas divisiones, existen los catalanes nacionales, o partidarios del régimen actual, de Cataluña en España; pero éstos son, naturalmente, los pocos, los favorecidos por el gobierno, o los que con la organización de hoy logran ventajas o ganancias que de otra manera no existirían.

Entretanto, trabajan. Ellos han erizado su tierra de chimeneas, han puesto por todas partes los corazones de las fábricas. Tienen buena mente y lengua, poetas y artistas de primer orden; pero están ricamente provistos de ingenieros e industriales (15).

La cuestión del paso del regionalismo al llamado separatismo es planteada de manera continua, no meramente contigua, a la cuestión social, y a partir de esta transversalidad de la desafección por España analiza las diferentes alternativas entonces en pugna, más que en debate, con una gran lucidez comparativa, si se atiende a la conciencia de la realidad cultural del felibritge occitanista y la situación de la cultura catalana en el Rosellón. Incluso la perspectiva de los partidarios de permanecer en España es planteada en términos tan claros que, hoy por hoy, si apareciesen como un artículo de opinión en la prensa, levantarían no poca polémica.

Pero lo fundamental de las argumentaciones del americano se articula sobre la propia modernidad barcelonesa, y, tal y como pasa en los grandes proyectos modernizadores, se vincula la fuerza de la capital con la vertebración del país: la idea de gran ciudad como motor nacional, tanto en el caso argentino como, antes, en el francés del Segundo Imperio, hace de Barcelona el lugar donde se muestran a un tiempo las contradicciones de la situación política y sus posibilidades, a través de la hipotética ruptura, que no toma ya las fuerzas meramente del discurso romántico, sino del liberalismo de carácter urbano. Los interlocutores de Darío sobre la cuestión nacional, en Barcelona, son muy diversos porque el debate nacional participa de todo el cuerpo social catalán, representado en todas sus fuerzas y respectivas opciones:

Dan gran copia de razones y argumentos, desde que uno toca el tema, y no andan del todo alejados de la razón y de la justicia. He comparado durante el corto tiempo que me ha tocado permanecer en Barcelona, juicios distintos y diversas maneras de pensar que van todas a un mismo fin en sus diferentes modos de exposición. He recibido la visita de un catedrático de la Universidad, persona eminente y de sabiduría y consejo; he hablado con ricos industriales, con artistas y con obreros. Pues os digo que en todos está el mismo convencimiento, que tratan de sí mismos como en casa y hogar aparte, que en el cuerpo de España constituyen una individualidad que pugna por desasirse del organismo a que pertenecen, por creerse sangre y elemento distinto en ese organismo, y quién con palabras doctas, quién con el idioma convincente de los números, quién violento y con una argumentación de dinamita, se encuentran en el punto en que se va a la proclamación de la unidad, independencia y soberanía de Cataluña, no ya en España sino fuera de España (12–13).

Llegados a este punto cabe señalar que Barcelona es considerada el centro de un nacionalismo constructivo, su capital –en todas sus dimensiones–, un factor de modernización en el sentido de que, como ha señalado con lucidez Vicente Cacho Viu, como en el resto de Europa, liberalismo, socialismo y nacionalismo constituyen una constelación teórica que, en el caso catalán, es clave para que la modernización de la sociedad sea efectiva y profunda.

Ahora bien, como Darío constata en tiempo real, Cataluña comienza a contestar nítidamente los inconvenientes e inconveniencias que España significa en esa modernización, y el uso de términos colectivos así como el subrayado de su diversidad ideológica y de clase resulta más que pertinente, según Cacho, quien señala “el acierto de los jóvenes nacionalistas catalanes de fin de siglo al situar decididamente en el plano de la sociedad, y no en el de la política, la afirmación nacionalista”, en línea con lo que los principales teorizadores europeos del momento habían hecho en sus respectivos contextos; es decir que “Fue el recurrir a un pueblo, con todas sus potencialidades de progreso, aunque también con todas sus inercias seculares, lo que permitió ir haciendo progresivamente realidad, formulándola en términos renovadores la utopía que inicialmente aceptaban tan solo unos pocos patriotas” (Cacho Viu 1998: 29–30). Esta situación de la sociedad catalana, intensificada en las calles de la capital, centro y motor del proceso y del progreso, es la que Darío encuentra a su llegada a Barcelona, formulándose una serie de preguntas que recoge y hace suyas:

Y riente, alegre, bulliciosa, moderna, quizá un tanto afrancesada y por lo tanto graciosa, llena de elegancia, Barcelona sostiene lo que dice, y dice que habría hecho mucho más de lo que hoy nos asombra y nos encanta, si se lo hubiese permitido la tutela gubernativa, pues no puede abrir una plaza si no va la licencia de la corte, y de la corte van los ingenieros y los arquitectos y los empleados, a agriar más la levadura; y así, a pasos, a pasos cortos, han adelantado, se han puesto los catalanes a la cabeza. ¿Qué habría hecho Cataluña autónoma, esta gran Cataluña a cuya faz maravillosa he creído contemplar bajo el azul, ya a la orilla de su bravo mar, ya en momentos crepusculares y apacibles, sobre los juegos de agua de su paseo favorito, en donde un simulacro divino rige armoniosamente una cuadriga de oro? (14).

A la cuestión de la pluralidad del catalanismo y de su contextualización se añade el hecho de que Darío no borra, como hacen otros viajeros a la península, la diferencia lingüística, que de hecho considera clave, junto a la industrial y obrera. Ya en las primeras páginas de la crónica recoge un diálogo, en la misma Rambla, a los pies de la estatua de Colón, y señala: “Lástima es que no pueda darlo en catalán como lo oí, pues ganaría en hierro” (9). Al hablar de Rusiñol, incluso llega a afirmar que “Bellamente, noblemente, a la cabeza de la juventud, Rusiñol, que no escribe sino en catalán, pone en Cataluña una corriente de Arte puro, de generosos ideales, de virtud y excelencia trascendentes” (17). Y cuando finalmente visita Els Quatre Gats, insiste en que:

Naturalmente, los títeres de los Quatre Gats hablan en catalán, y apenas me pude dar cuenta de lo que se trataba en la escena. Era una pieza de argumento local, que debe de haber sido muy graciosa, cuando la gente reía tanto. Yo no pude entender sino que a uno de los personajes le llovían palos, como en Molière; y que la milicia no estaba muy bien tratada (19).

De hecho, a diferencia de la transcripción del diálogo inicial escuchado en la Rambla, en el momento en que el propietario y animador del local, Pere Romeu, le entrega un anuncio, Darío no duda en transcribirlo íntegramente en catalán, para añadir a continuación:

Ese cabaret es una de las muestras del estado intelectual de la capital catalana, y el observador tiene mucho en donde echar la sonda. Desde luego, sé ya que en Madrid me encontraré en otra atmósfera, que si aquí existe un afrancesamiento que detona, ello ha entrado por una ventana abierta a la luz universal, lo cual sin duda alguna, vale más que encerrarse entre cuatro muros y vivir del olor de cosas viejas. Un Rusiñol es floración que significa el triunfo de la vida moderna y la promesa del futuro en un país en donde sociológica y mentalmente, se ejerce y cultiva ese don que da siempre la victoria: la fuerza (20).

Hay que tener presente que de lo primero que da cuenta Darío en su libro es de la capital catalana como fenómeno, de su complejidad. Por ello son muy recurrentes los comentarios sobre el afrancesamiento de Els Quatre Gats, y por extensión de la vida cultural barcelonesa durante la época del modernismo. Ciertamente, esta sería la conexión más nítida con el Santiago Rusiñol que Darío había conocido en París, y que de París había de traer esta concepción del local bohemio, más cercano a la taberna que al café, pero que desarrollaba la misma función intelectual de esta institución de la modernidad literaria europea. Hacia la calle Montsió, así pues, se encamina el cronista porque:

Me dijeron que podía encontrar a Rusiñol en el café de los Quatre Gats. Allá fui. En una estrecha calle se advierte la curiosa arquitectura de la entrada de ese rincón artístico. Pasé una verja de bien trabajado hierro, y me encontré en el famoso recinto con el no menos famoso Per[e] Romeu. Es éste el dueño, o empresario principal del cabaret; alto, delgado, de larga melena, tipo del Barrio Latino parisiense, y cuya negra indumentaria se enflora con una prepotente corbata que trompetea sus agudos colores, no sé hasta qué punto pour épater le bourgeois. [...] Los cuatro gatos son algo así como un remedo del Chat Noir de Paris, con Per[e] Romeu por Salís, un Salís silencioso, un gentilhombre cabaretier que creo que es pintor de cierto fuste, pero que no se señala por su sonoridad (18).

El círculo está cerrado, la realidad del afrancesamiento barcelonés toma un aire de fantasmagoría. Pero lo que queda de esa intersección de una y otra ciudad es una sensación que también se da en la capital argentina: la de estar en dos lugares a la vez –y en el mismo tiempo intelectual– en el lugar propio y en el vasto mundo de una red de ciudades y países relacionados por el mismo carácter moderno.

Y esta es la gran diferencia entre ambas ciudades, con París como modelo y extensión del propio campo literario, y la capital de España, excepción hecha de Enrique Gómez Carrillo (editor de Garnier que publicó tanto España contemporánea como la segunda edición de Desde el molino, de Santiago Rusiñol), y de Alejandro Sawa, es este caso de manera trágica. Excepciones, asimismo, desplazadas e individuales, confirmando el vínculo entre individualismo y liberalismo de la propuesta modernista. En el caso catalán, la estructura es completa y compleja, transversal y matizada, puesto que se trata de un

movimiento intelectual que ha seguido, paralelamente, al movimiento político y social. Esa evolución que se ha manifestado en el mundo en estos últimos años y que constituye lo que se dice propiamente el pensamiento “moderno” o nuevo, ha tenido aquí su aparición y su triunfo, más que en ningún otro punto de la Península, más que en Madrid mismo; y aunque se tache a los promotores de ese movimiento, de industrialistas, catalanistas, o egoístas, es el caso que ellos, permaneciendo catalanes, son universales. La influencia de ese grupo se nota en Barcelona no solamente en los espíritus escogidos, sino también en las aplicaciones industriales, que van al pueblo, que enseñan objetivamente a la muchedumbre; las calles se ven en una primavera de carteles o affiches que alegran los ojos en su fiesta de líneas y colores; las revistas ilustradas pululan, hechas a maravilla: las impresiones igualan a las mejores de Alemania, Francia, Inglaterra o Estados Unidos, tanto en el libro común y barato como en la tipografía de arte y costo (16).

En definitiva, lo que Darío ha captado en sus breves días en Barcelona tiene ya muy poco que ver con España, aunque sea uno de los motores de la posibilidad de regeneración española. Como ha señalado Resina (2008: 54–60) en la burguesía catalana cristaliza, entonces, una vocación de modernidad, de convertirse en la París del Sur, que impregna todos los aspectos de la vida ciudadana. Darío incorpora, tácitamente en unos párrafos, explícitamente en otros, la cultura catalana modernista en un conjunto de referencias que, desde la perspectiva española, sería prueba de desarraigo. En ambos casos, en el modernismo americano y en el catalán, el cosmopolitismo es visto como una mácula en las obligaciones de la política poética, que, sin embargo, resultan decepcionadas continuamente por la realidad. Juan Valera inmediatamente había planteado la estética moderna de Darío como una forma de desarraigo, al entender que

Si el libro, impreso en Valparaíso, en este año 1888, no estuviese escrito en muy buen castellano, lo mismo pudiera ser de un autor francés, que de un italiano, que de un turco o un griego. El libro está impregnado de espíritu cosmopolita. Hasta el nombro y apellido del autor, verdaderos o contrahechos y fingidos, hacen que el cosmopolitismo resalte más. Rubén es judaico, y persa es Darío: de suerte que, por los nombres, no parece sino que Ud. quiere ser o es de todos los países, castas y tribus (1889: 214–215).

No son demasiado diferentes estos comentarios suscitados por la publicación de Azul de los que Pío Baroja haría, poco más tarde, comentando las obras de los modernista catalanes, entre los cuales cabe destacar que la publicación de la segunda edición de Desde el Molino, de Santiago Rusiñol en París, en la misma editorial y año que España Contemporánea, sitúa al escritor del Cau Ferrat en una posición igualmente problemática:

la producción intelectual barcelonesa, ¿qué impresión da? Hay drama en catalán que parece escrito en Noruega; versos que parecen confeccionados en el bulevar de Montmartre; comedias lacrimosas, como las de Rusiñol, en las cuales se encuentra uno como disuelto en un mar de merengue internacional; hay de todo: sueco, noruego, dinamarqués y hasta tártaro; lo que no se ve es que haya nada catalán; por lo menos, nada alto, nada fuerte, nada digno del país (Baroja 1907: 1).

En ambos casos, el punto de partida de la incomprensión española es el mismo, aunque sus elementos políticos objetivos sean tan distintos. Se trata de una reacción ante una realidad en la que los elementos modernos se relacionan entre sí de manera mucho más libre, al dar prioridad a los elementos estéticos, considerados en el prisma de Valera y Baroja como desvinculados de las necesidades políticas por el mero hecho de que no resultan coincidentes con las suyas. Pero ni en Darío ni en Rusiñol los elementos estéticos se presentan aislados de la reflexión política, aunque sin supeditarse a ella, sino más bien enmarcándola en el conjunto de la realidad transformada por la modernidad –lo cual incluye la política–.

Las continuas reflexiones del autor de España contemporánea sobre cómo hacer resurgir España de su pasado inmediato y de su lastre de excesivo conservadurismo respecto al pasado más remoto han difuminado sus reflexiones sobre el catalanismo como expresión política del modernismo catalán, bien mostrándolas como un elemento complementario de la argumentación principal, o bien escogiendo estratégicamente las citas adecuadas para evitar las que hacen más explícito que, lo que Darío observó en Barcelona, entre otras muchas cosas, fue un movimiento que apuntaba nítidamente en dirección a la ruptura de Cataluña con España, pero no como mero calco (o aprovechando la coyuntura) colonial –lo cual no remite a un trasfondo real– sino como consecuencia lógica de la evolución moderna que Cataluña había desarrollado. Una evolución política que el cronista americano supo recoger en todos sus matices.

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Published Online: 2014-11-15
Published in Print: 2014-11-1

© 2014 Walter de Gruyter GmbH, Berlin/München/Boston

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