Gernot Kamecke: El pensamiento literario. Consideraciones diacrónicas sobre la filosofía de la literatura. Madrid / Frankfurt am Main: Iberoamericana / Vervuert, 2024 (Ediciones de Iberoamericana, 151), (442 págs.). Colección: Ediciones de Iberoamericana 151, ISBN: 978-84-9192-445-6; 978-3-96869-605-8; 978-3-96869-606-5
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Gernot Kamecke: El pensamiento literario. Consideraciones diacrónicas sobre la filosofía de la literatura. Madrid / Frankfurt am Main: Iberoamericana / Vervuert, 2024 (Ediciones de Iberoamericana, 151), (442 págs.).
El pensamiento literario. Consideraciones diacrónicas sobre la filosofía de la literatura —libro publicado tanto en formato clásico de papel como en edición Open Access— de Gernot Kamecke constituye una monografía romanística erudita y de largo aliento sobre teoría literaria que se estructura en siete densos capítulos, más una muy sustanciosa bibliografía.
El primero de ellos, “Introducción. ¿Qué es la literatura?”, constituye una invitación al estudio en que primeramente se tematizan las imbricaciones entre literatura y filosofía, disciplinas caracterizadas como prácticas lingüísticas (cuyo instrumento común es el lenguaje) y cuya relación es indefinible (13, 16). El autor enfatiza que no están claras las diferencias entre filosofía y literatura (las que poseen límites porosos), que a veces un argumento filosófico se expresa mediante recursos lingüístico-literarios así como también textos literarios tratan temas de filosofía o sociología (15). De este modo, recurre a la filosofía de Heidegger y sus reflexiones idiomáticas, la creación de neologismos y sus pesquisas hermenéuticas “sobre la esencia ontológica del lenguaje poético” a partir de Trakl, tal como a Nietzsche, quien utiliza recursos poéticos para sus reflexiones filosóficas (filología de la filosofía) (18, 19). En fin, Kamecke pone el acento en los “límites discursivos” e “indiscernibilidad” (18, 19) de ambas disciplinas.
Debatiendo los supuestos déficits imputados a la literatura de no poder presentar organizada o sistematizadamente un conocimiento a diferencia de la filosofía (que se tiende a creer expone de modo más riguroso sus argumentos), plantea las “ventajas cognitivas del procedimiento literario” y la importancia de la narración para comprender el tiempo del ser humano (26), lo cual lo conduce a proponer la existencia de un pensamiento literario específico (27). Enseguida perfila el devenir de la emancipación de la literatura respecto a la filosofía (Siglo de Oro, Ilustración), para puntualizar el desarrollo de un pensamiento propio de la literatura, respecto a lo cual destaca la especificidad histórica de todo texto literario: “Cada obra desarrolla su pensamiento con los conceptos de su época, pero de un modo individual, implícito en muchos casos o inconsciente, que no se puede generalizar” (30), y a partir de ello formula el propósito de su estudio que, basándose en algunos casos, busca “resaltar unas maneras literarias de contestar a la cuestión filosófica sobre lo que es y puede ser la literatura” (30). Así, como tesis centrales de la monografía se yerguen, primeramente, que “[l]a carencia de necesidad de explicación externa es una particularidad del discurso literario” (31), y que “el pensamiento de la praxis literaria siempre ha existido, sin que haya necesitado a la filosofía para comprobar su condición de posibilidad” (37).
El segundo capítulo, “Desde cuándo y con qué fin existe un discurso llamado poesía”, comienza con la diferencia entre historia y poesía, refiriéndose a la figura de Hesíodo, en particular a su Teogonía (c. 700 a.C), obra que considera el primer poema compuesto de forma escrita, y al mismo tiempo la primera tentativa de desarrollo de una historia universal (46), que representa una “imagen poética del mundo que describe”, y al mismo tiempo un “poema [que] es una alegoría del cosmos” (47). Kamecke indaga una primera “escena de escritura” (47) y plantea tres aspectos que indican una diferencia entre teoría y práctica poética en Teogonía: 1) aparición del nombre de Hesíodo como individualidad, es decir, poeta vivo en un contexto histórico (a diferencia de la anonimidad de Homero), 2) éxito de una primera diferenciación de la poesía (modos de pensar previos a los géneros literarios), y 3) la onomástica, en cuanto a las connotaciones de los nombres de dioses que implican alegorías; elementos que considera una diferenciación discursiva relacionada con la instancia autorial denominada Hesíodo (48‒50).
También se refiere a fragmentos de Heráclito y Parménides, quienes de acuerdo con la doxografía, formularon su filosofía en versos (64). Indica que la especificidad de los de Heráclito —que permiten imaginar su contexto en forma de pergamino o papiro— reside en un lenguaje conciso y denso de sentencias aforísticas construidas con un repertorio variopinto de recursos estilísticos (64‒65), y que además estos se caracterizan por su índole lúdica (en cuanto juegos de palabras) y seria (en lo que toca a la temática del ser y del origen) (66). En este sentido, pone de relieve el papel de la ontología (como ciencia del ser y su devenir) debido a que para esta disciplina lenguaje y expresión idiomática resultan fundamentales (55), y enfatiza “la relación entre pensamiento ontológico —como primera filosofía— y su lenguaje” (72). A continuación, tras recalcar las desavenencias entre filosofía y poesía, consideradas “técnicas de usar palabras para comunicar pensamientos” (76), y cuyo proceso de separación como disciplinas resulta ininteligible (77), Kamecke presenta una de sus tesis centrales:
la teoría literaria se debe en su origen a un cuestionamiento filosófico (ontológico, analítico) sobre las particularidades lingüísticas (materiales y modales) de la poesía. Sin embargo, esto no quiere decir que la manera filosófica de pensar la poesía corresponda necesariamente al mismo pensamiento poético que existe desde Homero o, para decirlo ontológicamente, al ser de la poesía visto desde su propia perspectiva (77).
Igualmente tematiza la vinculación de la sofística con la literatura y su oposición a la filosofía. La diferencia entre sofistas y filósofos radica en que mientras los primeros desarrollan técnicas del hablar bien (83) así como un pensamiento preocupado por asuntos lingüísticos, los segundos construyen un pensamiento sobre las “cosas verdaderas”, por lo que la ciencia literaria se asocia estigmatizadamente con los sofistas (88‒89). Ante el desarrollo de dicha discordia histórica, el autor plantea: “La poesía y la filosofía no son modos principalmente opuestos de decir, en relación a la verdad, sino maneras particulares —subjetivas, diríamos los modernos— de transportar el pensamiento (un estado del alma) a un lugar cerca de la verdad” (100). Por último, toca el estilo literario (poético) de Platón y, en especial, la importancia que este pensador atribuye al diálogo para cavilar sobre motivos filosóficos del lenguaje. Analiza el Crátilo (c. 360 a.C), “único texto platónico que profundiza la posibilidad de existencia de una ‘ciencia poética’ (avant la lettre)” (105), cuyos dialogantes intervienen en un “concepto científico del lenguaje poético” (106), posicionándose ya sea a favor de la relación esencialista —por vía etimológica— de las palabras con las cosas (estas poseerían un nombre exacto), o bien de la consensualidad de sus designaciones (106‒107). Así, en este texto fundacional se discute una primera relación ontológica entre palabras e ideas (106).
El tercer capítulo, “Las historias literarias o ¿cómo llegar al comienzo? El Cantar de Roldán y el mito del héroe europeo”, introduce en el mundo de la epopeya medieval francesa, y cavila sobre el estatus epistemológico del mito en el pensamiento humano, en particular, en la cultura europea. El tema de fondo es el funcionamiento poético de la Chanson de Roland, epopeya del siglo xii redactada —supuestamente— por el monje normando Turoldo, que narra los hechos de Carlomagno y Roldán en la batalla de Roncesvalles. El texto, según el manuscrito de Oxford, fue ‘declinado’ hacia 1085 y 1120, y redescubierto recién hacia 1835 (132‒133). Kamecke lo sitúa en el contexto de la Primera Cruzada (1096‒1099), de manera tal que el universo cristiano determina el entorno cultural de su presunto autor y permite comprender la relación entre lo mitológico y lo histórico que marca la poética del poema (133).
Un elemento esencial del funcionamiento de la Chanson de Roland lo constituye la transformación: “Para entender bien el pensamiento poético del texto, me parece imprescindible considerar que el Cantar no trata la campaña histórica de Carlomagno, sino su transformación en una leyenda cristiana” (145). El poema transformó una guerra perdida (un desastre) en una victoria sagrada, legendaria y gloriosa: la ‘leyenda de Roncesvalles’ (149, 157, 178), es decir, tiene lugar una manipulación de la historia por un punto de vista cristiano. Carlomagno en 778 sufrió una derrota radical y vergonzosa (vascones lo atacaron por la retaguardia), por lo que factualmente no existen hechos heroicos.
La especificidad literaria de la Chanson de Roland (la “geste que Turoldus declinet”) consiste en “el trabajo textual de la ‘declinación’, o sea, de la ‘amplificación poética’ [:] la formación de una propia temporalidad, la extensión de un espacio coherente y la creación de un simbolismo estructural” (160). Pero además, también en cuanto a las particularidades del texto, este “no se limita a orientarse en el tiempo histórico y cosmológico para estructurar la acción, sino que crea un tiempo propio, orientado por la épica clásica y medieval, que somete a su lógica poética” (169). Asimismo, entre otros temas de especial interés que el capítulo toca, se encuentran la problemática del héroe en la cultura europea, la xenofobia (el miedo y aversión a los otros, aquí concretamente a los musulmanes), la estructura de ‘resonancia’ del poema (que se basa en paralelismos de contrastes) (176), la relación incestuosa de Carlomagno con su hermana (de la cual nace Roldán) (183), y el estatus de verdad de la Chanson (que no es histórica, sino poética).
Por su parte, en el capítulo cuarto, dedicado a los Siglos de Oro españoles y titulado “¿Cómo se piensa la prosa? Cervantes, Quevedo y la formación del pensamiento literario moderno”, Kamecke plantea que la prosa de Cervantes jugó un rol decisivo para posicionar la novela como género literario principal (195), contexto en el cual la publicación de la primera parte de Don Quijote (1605) innovó la manera de pensar la literatura (196). Explora la teoría literaria contenida en el Quijote y caracteriza la “filosofía literaria cervantina” (198) considerando que la “sucesión de sus episodios está regida por una ‘teoría literaria’ implícita” (198). En la segunda parte de la novela (1615) —surgida como reacción al Quijote apócrifo (1614) de Fernández de Avellaneda— la narración se vuelve más autorreflexiva, y por primera vez una obra literaria europea contiene una mise en abyme (199). Asimismo, respecto a esta segunda parte, señala que su instancia metanarrativa ironiza la ironía de la primera, suspendiendo o frenando la problemática de no saber qué se piensa en serio, de modo tal que su autor llega a una defensa de la literatura como modo de pensar superior a la historiografía (204). La tesis de Kamecke consiste en que “[l]a originalidad de Cervantes reside particularmente en las autorreflexiones poetológicas y mediológicas que presentan las novelas y los cuentos” (208), pues antes suyo no existen textos literarios definidos por la deconstrucción irónica de otros géneros (209). Así, mientras el Quijote deconstruye críticamente la mala novela de caballería, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (novela póstuma de 1617) representa la versión seria de la burla, pues de manera positiva creando buena literatura renueva el género (210, 211). En el Persiles Kamecke sondea aspectos ontológicos del pensamiento contenido en torno al amor (cf. 217), y analiza las condiciones que el texto presenta para que exista un amor verdadero (en contraste con uno fracasado) (216). En la novela existe un “catálogo cervantino de las condiciones del amor” (223): universalidad, este resulta desde un acontecimiento, su verdad se logra mediante un procedimiento de fidelidad subjetiva (223); además que, como rasgo antropológico, el amor es un tema central en la filosofía humanista de Cervantes (224). Luego se centra en las Novelas ejemplares (1613), en particular en “El coloquio de los perros”, relato respecto al cual puntualiza que “es un cuento metaliterario por excelencia porque ejecuta la prueba de todo un conjunto de conceptos literarios” (226). Indica que el tema de fondo de esta novela breve no son precisamente los derechos animales (227), sino la credibilidad de su historia (o cómo resultar convincente) en un marco de extrema inverosimilitud (234).
Enseguida Kamecke se enfoca en Quevedo, a quien ubica en el contexto de las disputas entre culteranismo y conceptismo (237) y cuyo estilo caracteriza mediante los conceptos de agudeza y juego de lenguaje (235). Indica que solo es posible comprender su teoría y filosofía literarias por medio del análisis de sus obras, precisa que el autor lamenta el abandono en que se halla el idioma español (237) y que en un escrito sobre Luis de León “reivindica la claridad lingüística como condición para la transmisibilidad de los pensamientos en palabras” (238). En este sentido, plantea que Quevedo expresa la “necesidad de reaccionar ante una situación de crisis del lenguaje y del pensamiento” (241). Con respecto al estilo de su prosa literaria, señala que esta combina fundamentalmente dos estrategias: el “juego verbal” (aspectos fonéticos del idioma) y el “juego mental” (asociaciones de ideas sorprendentes) (241‒242), y recalca la importancia que en ella desempeñan la sátira y la burla tanto sobre sí mismo como sobre las condiciones sociales (240‒241). A continuación, analiza el Sueño del Juicio Final (1605), que presenta como modelo de los demás textos oníricos de Quevedo y sitúa en el marco de los discursos literarios europeos sobre sueños. Igualmente enfatiza, por un lado, la importancia de la sátira en los Sueños (1627) en cuanto a la “confrontación lingüística de una constelación de posiciones ideológicas”, y por otro, la “desproporcionalidad [en sus cuentos] entre la seriedad de un tema religioso y su tratamiento jocoso e irónico” (245). Según Kamecke, precisamente aquí radica la originalidad de Quevedo: en el hecho de que la sátira moral del Juicio Final no cuenta con precedentes (245).
A su vez, el capítulo quinto, “Del cartesianismo a la Ilustración. El lenguaje como experiencia del pensamiento”, constituye un texto muy condensado que se centra en tres autores claves de los siglos xvii y xviii: Descartes, Torres Villarroel y Rousseau. En primer lugar, Kamecke caracteriza a Descartes como “fundador del racionalismo moderno” (259) al mismo tiempo que “narrador literario” (259), por lo que pone el acento en el “estilo literario de [sus] obras” (259) —“claro y distinto” (260)— que permite sondear el pensamiento literario implícito de sus textos filosóficos (261). En este sentido, indica que tanto debido a su método como a su manera de exposición subjetiva y sistemática, el cartesianismo proporciona la posibilidad de elaborar una teoría literaria metódica y una autorreflexión en la praxis literaria (261). Igualmente debate la duda fundamental de Descartes y el cogito ergo sum en cuanto el sujeto cartesiano debe posicionarse frente a la duda universal como algo existente (267) en el mundo sensorial considerado una ilusión (266). Al respecto, agrega que este sujeto fundamentalmente construye una subjetividad con afanes universalistas y que se trata de “un narrador personal en primera persona del singular, que define una situación literaria —con intención pedagógica— y se refiere a un mundo autoficcional o protoautobiográfico” (267). Pero aparte de la narración biográfica, Descartes emplea un conjunto de metáforas e imágenes (verbi gratia “iluminación”, “camino recto”) que se repiten con regularidad en sus obras, las que sirven como elementos comparativos para tornar más asequibles los aspectos metódicos del conocimiento (272). Asimismo, el erudito francés utiliza como estrategia literaria la narración meditativa que le permite solapar y camuflar su pensamiento, tal como algunos de sus resultados en física que diferían de las ideas escolásticas sobre la naturaleza en un contexto en que estaba latente la condena por parte de la Inquisición a Galileo en 1633 (273).
Enseguida Kamecke pasa a caracterizar la Ilustración en España, e indica que existe una negligencia y minusvaloración respecto a su prosa literaria, considerada “un estilo de arte sin regla aparente” (282) y que “destaca por una precariedad ideológica” (282), contexto en el cual sobresale Torres Villarroel,
un escritor semiprofesional, autodidacta, de capa social baja, envuelto en disputas y polémicas interminables con los intelectuales contemporáneos y que, además, sostiene una gran afición por la ciencia popular, antiilustrada, de la astrología, a la cual contribuye con sus almanaques y pronósticos (282).
Propone, además, que la prosa de este autor prefigura rasgos de ficción autónoma y que su obra Vida (1743) constituye la primera autobiografía en lengua española. No obstante, al considerar sus ocupaciones secundarias (médico, torero, soldado, actor, bailarín, ermitaño, vagabundo), se puede suponer que el texto representa más bien una autoficción (283). En este sentido, existe un “discurso de la indeterminación entre la autobiografía de Torres y la autoficción de ‘Torres’” (284) —el segundo corresponde a un personaje, pues se trata más bien de un desdoblamiento de sí mismo, como una suerte de alter ego—, entre los cuales Kamecke plantea la existencia de contrastes físicos y morales muy excesivos, que oscilan entre el autoelogio y la autoofensa (cf. 287). En esta misma dirección sondea la locura de Torres, su “síndrome maníaco depresivo” (288), una euforia / disforia como modalidad de autoobservación —¿esquizofrenia o doble personalidad?— capaz de generar una compleja polifonía narrativa.
Luego Kamecke tematiza la indeterminación esencial de Rousseau respecto a su condición de escritor o filósofo (299), cuya obra si bien contiene diferentes facetas, posee una unidad y “sistema común” (303), es decir, una lógica interna. En este mismo sentido unitario, destaca la relevancia del lenguaje en las diferentes etapas del pensamiento del polímata suizo (304), inclusive en una fase final en que se convierte en un objeto autorreflexivo del pensamiento puro (305). También plantea que los rasgos de la filosofía del lenguaje en Rousseau deben ser buscados en el trabajo estilístico de sus propios textos; así, por ejemplo, las frases provocativas o incendiarias que el autor usa como incipit y que luego en el transcurso de estos explica, justifica y defiende (309). Además, en su estilo resulta esencial —entre otras figuras literarias de contradicción— el quiasmo, que permite oponer contrarios y equilibrar contradicciones de orden lógico (cf. 311), ya que “[e]l lenguaje de Rousseau consiste en el arte de crear los contrastes más fuertes posibles” (313). Por otro lado, Kamecke caracteriza al autor del Émile como un escritor de tomo y lomo, destacando su relación con el lenguaje —cuyo manejo es admirado en su época— y con el trabajo escritural: “Describe las resistencias de la escritura como una lucha diaria con su ‘perezosa costumbre de trabajar a ratos perdidos’ y llega a calificar abiertamente sus textos de mayor envergadura como ‘grandes fracasos’” (322).
El capítulo seis, “Sobre la conjunción entre filosofía y literatura en el siglo xx y sus consecuencias para la epistemología de las humanidades”, se concentra en Mallarmé, Proust, la filosofía analítica, Borges, García Márquez y Rosero. En el caso del primero, se trata del poeta que “más ha perseguido la reflexión analítica del lenguaje a finales del siglo xix” (333) mediante una poesía —correspondiente a una filosofía del lenguaje— “que combina la teoría del lenguaje y la práctica poética en una totalidad estética” (333). Mallarmé destacó por la opacidad de sus textos (335), presentó la poesía en cuanto despliegue pletórico del lenguaje en contraposición con sus defectuosos usos cotidianos (334‒335) y propuso una ontología negativa o sustractiva en relación con la página en blanco, interpretable como “límite absoluto del espacio (vital)”, “escena primordial de la escritura” y, no en último lugar, “espacio de silencio” (335).
A continuación, Kamecke problematiza en el marco de la filosofía analítica moderna los nombres propios, e indica que estos son términos singulares cuya función reside en ocupar el lugar de los objetos (339), razón por la cual resultan problemáticos en el ámbito de la literatura autorreflexiva que trabaja con el estado lógico y mimético de la ficcionalidad, ya que esta crea objetos imaginarios (339), es decir, debido a la importancia que en este terreno filosófico posee el criterio de la verdad la ficción resulta compleja. Recurre —entre otros numerosos filósofos— a Mill, para quien los nombres propios deben asignarse no a los objetos, sino a ideas almacenadas en la conciencia (340), y a Frege, el cual mediante un lenguaje ideal analiza prácticas idiomáticas cotidianas en que el concepto lingüístico se transforma en una función a la que se asignan valores de verdad (341). Así, “[q]ueda [...] la poesía como forma verdadera de crear y entender los nombres” (345). Tras ello analiza el funcionamiento poético de los nombres propios en À la recherche du temps perdu (1913‒1927), novela en la que Proust pone en práctica literaria el problema filosófico de los nombres propios (346). Su narrador se fija en el sonido de los nombres de personas, paisajes, ciudades, el que genera todo un “espectro asociativo de imaginación musical” (346). Los nombres propios (que disponen de un poder propio), además de posibilitar reflexionar estéticamente sobre la capacidad designativa del lenguaje artístico, constituyen momentos estructurantes de la novela (346) y se presentan como desencadenantes de la memoria (349); de hecho, el protagonista cavila sobre “algo” fugaz conservado tras un primer nombramiento (350). También Kamecke se concentra en la relación existencial entre tiempo y lenguaje, concretamente en la representación de su influencia sobre la memoria (348). En este sentido, tematiza la disolución de lo experimentado en el tiempo, que se convierte en imágenes cuyas cualidades sensoriales se tornan indistintas y difíciles de representar por medio del lenguaje, así como la capacidad evocativa de este y el tiempo que permanece adherido a objetos recordados (352).
Enseguida trata a Borges, en cuya obra se aprecia una indiscernibilidad entre teoría y práctica literarias, concretamente en sus ensayos y cuentos, mediante los cuales el autor argentino aspira a disolver la diferencia entre teoría y creación (365); de hecho, considera la ficción como actividad creativa entre filosofía y crítica literaria (368). En relación con la fusión de cuentos y ensayos, Kamecke destaca dos rasgos: su parentesco temático (“el pensamiento literario y filosófico”) y la afinidad estilística del lenguaje (370, 371). Analiza el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote” (1939, 1944), que constituye una reflexión “sobre las posibilidades del concepto de ‘lectura’ literaria” (373) y que “describe un acto teórico, abstracto y, finalmente, absurdo, [en que n]o hay acción, sino la lectura-producción del texto de Cervantes” (374).
Luego, tras discutir la vaguedad de la noción de realismo que pierde su función conceptual (381), tematiza la unión en el siglo xx de lo real con lo fantástico así como el surgimiento del realismo mágico y lo real maravilloso, y declara lo fantástico como fundamento de toda la literatura (382). Plantea que Todorov no averiguó qué es lo fantástico en sí, pero elaboró un canon de literatura fantástica con textos provenientes de literaturas europeas (384). Sin embargo, Kamecke aboga por pluralizar el corpus y critica la reducción, generalización e inadecuación de dicha teoría para contextos extraeuropeos, además de relativizar el concepto de lo fantástico, en cuanto este depende de las diversas y diferentes concepciones histórico-culturales que se tengan sobre la realidad (386). Analiza dos casos de literatura fantástica colombiana. El primero, Cien años de soledad (1967) de García Márquez (mascarón de proa del boom latinoamericano y del realismo mágico), que interpreta a través de la genealogía de la familia Buendía Iguarán como remedio alegórico de la histórica desunión de Colombia, de igual forma que ciertos acontecimientos numinosos de la ficción como confrontación de mundos irreconciliables o mutuamente incomprendidos, por lo que lo fantástico aquí reside más bien en fusionar perspectivas eclécticas del país (391‒393). El segundo, Los ejércitos (2007) de Rosero, constituye un contraproyecto a la mitología y polifonía de la novela anterior en que hechos reales y anodinos provocan el terror de fenómenos incomprensibles (396), y cuyo protagonista al desorientarse por atrocidades inconcebibles (torturas, despedazamientos, violaciones) pierde la capacidad de expresar sucesos cotidianos que se tornan inexplicables (397‒398), es decir, lo real se vuelve ominoso.
El capítulo siete, “La situación hermenéutica en los tiempos del ChatGPT. En lugar de conclusión”, alude a omisiones y lagunas de autores, obras y teorías en la presente monografía, la que es entendida por su propio autor como una “historia casuística de las relaciones entre la filosofía, la teoría y la práctica del pensamiento literario” (403). Asimismo se refiere a la situación actual de enseñanza de la literatura en tiempos del cambio de formato del libro en papel al e-book, e indica que paulatinamente desaparece la práctica de ir a bibliotecas y leer textos que no estén digitalizados (404), de lo cual emerge una restricción de la comunicación literaria a textos leíbles solo mediante el computador (404‒405). En este ámbito hace referencia al cambio mediático en la literatura, en especial con el impacto de programas de inteligencia artificial —tales como el ChatGPT de 2022, entendido en cuanto nueva tecnología de escritura— que pueden resultar más revolucionarios que las transformaciones comunicativas ocurridas en la “Galaxia Gutenberg” (406).
El pensamiento literario es un libro de largo aliento, muy inspirado e inspirador, que constituye un texto denso y teórico en el cual Kamecke discute con soltura y extrema erudición entrecruzamientos epistemológicos de literatura y filosofía en un corpus de obras principalmente de las culturas románicas, vistas diacrónicamente en una historia literaria. Se trata de una monografía profunda de filosofía de la literatura, sui géneris, que se articula como una dinámica reflexión óntico-ontológica sobre el pensamiento literario de contextos culturales y de importantes textos románicos que abre nuevos senderos investigativos.
El libro, que profundiza en aspectos ontológicos del lenguaje literario y de la ficción, aboga por la autosuficiencia del pensamiento literario sin necesidad de recurrir a teorías externas de otras disciplinas para explicar las obras literarias. Se trata, pues, de un estudio enjundioso, que sondea la ausencia y desiderata de una teoría literaria para la literatura, y que trae gratas reminiscencias de la “Tesis sobre el tema ‘lenguaje y poesía’” de Coseriu y de la Estructura de la obra literaria de Martínez Bonati. Su pregunta subyacente es por las especificidades del lenguaje literario y filosófico, ante cuyas imbricaciones, ambivalencias y aporías históricas propone la indiscernibilidad. Además, representa un trabajo de actualidad no solo en cuanto al diseño teórico formulado, sino que también demuestra conocimiento de la enseñanza de la literatura (y de la situación de sus enseñantes) en tiempos marcados por nuevos desarrollos tecnológico-mediáticos. De esta manera, El pensamiento literario de Gernot Kamecke se erige como un referente imprescindible para futuras investigaciones romanísticas e hispanísticas —y naturalmente de otras disciplinas literarias y filosóficas— en el ámbito de la teoría y de la filosofía de la literatura, por lo que representa así una convincente propuesta de apertura (y al mismo tiempo renovación) de un poco explorado campo de estudios filológicos.
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